
En tiempos donde el periodismo se debate entre la inmediatez, la precariedad y la presión del poder, una película como The Post se vuelve más que una cinta histórica: es un recordatorio incómodo y necesario de lo que realmente significa ejercer el oficio.
Dirigida por Steven Spielberg, The Post nos transporta a principios de los años 70, cuando The Washington Post decide filtrar los Papeles del Pentágono, documentos que revelaban cómo el gobierno de Estados Unidos había mentido sistemáticamente sobre la guerra de Vietnam durante décadas. En medio de esa trama política —que podría parecer lejana y casi académica— se despliega una historia profundamente humana, sobre miedo, deber, y sobre todo, coraje.
La figura de Katharine Graham, interpretada con solidez por Meryl Streep, es clave. Dueña y editora del periódico, Graham debe tomar una decisión que puede destruir su empresa familiar o cimentar su rol como garante de la libertad de prensa: publicar documentos clasificados y enfrentar una batalla legal contra el gobierno de Nixon. En paralelo, Ben Bradlee (Tom Hanks), el director del diario, empuja con convicción: “La única forma de proteger el derecho a publicar… es publicando”.
Y lo hacen. Publican. Y en ese acto —en esa simple decisión editorial— queda concentrado todo el espíritu de lo que el periodismo debería ser: una herramienta para incomodar al poder, para destapar lo que se quiere ocultar, para contarle a la ciudadanía lo que necesita saber, incluso si nadie quiere escucharlo.

Lo interesante de The Post es que no se trata sólo de una película sobre “los héroes del periodismo”. Spielberg evita el tono panfletario. Nos muestra las dudas, las conversaciones incómodas, la fragilidad de las decisiones. Y lo hace sin prisa, construyendo tensión no con efectos especiales, sino con silencios, con miradas cruzadas en pasillos, con reuniones que podrían cambiar el curso de la historia. Porque en el fondo, eso es lo que hacen los buenos periodistas: toman decisiones pequeñas que pueden tener consecuencias gigantes.
Lo más inquietante, sin embargo, no es el pasado que retrata la película. Es lo actual que se siente. En Chile, y especialmente en regiones, la independencia editorial sigue siendo frágil. Medios que dependen del avisaje estatal o municipal, equipos de prensa que saben que hacer demasiadas preguntas puede costar caro. El dilema de Graham —¿arriesgarse o callar?— sigue vivo, aunque con otros nombres y otros silencios.
Quizás por eso The Post resuena tanto. Porque más allá de su calidad cinematográfica (que la tiene), más allá de su elenco impecable (que lo es), lo que deja es una idea poderosa: que el periodismo importa. Que aún en los tiempos de likes, bots y algoritmos, sigue siendo esencial preguntarse: ¿qué se está ocultando? ¿Qué no se quiere decir? ¿Y qué estamos dispuestos a hacer para contarlo?
Este Día del Periodista, vale la pena ver o volver a ver The Post. No como un homenaje, sino como un recordatorio. Porque ser periodista no es tener acceso. Es tener convicción. Y, cuando corresponde, es tener el coraje de publicar.
