
Somos muchos quienes nos alegramos cuando Disney anunció la compra de Lucasfilm y la promesa de expandir el universo Star Wars. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que quedara claro que el estudio —y especialmente sus ejecutivos— tenía escasa comprensión sobre qué hacer con una saga que, más allá del espectáculo, siempre fue política, mito y relato moral. Entre productos erráticos, nostalgia mal entendida y fan service sin propósito, la franquicia comenzó a achicarse. En medio de ese escenario aparece Andor, una anomalía lúcida y necesaria.
Creada por Tony Gilroy, Andor toma como punto de partida los hechos previos a Rogue One —cinta dirigida por Gareth Edwards, pero salvada narrativamente por el propio Gilroy— para expandir una premisa adulta: la historia de hombres y mujeres que enfrentan a una dictadura sin poderes, sin misticismo y sin destino manifiesto. Aquí no hay elegidos, solo personas comunes empujadas a resistir.
Ambientada cinco años antes de Rogue One, Andor sigue la transformación de Cassian Andor desde un cínico sobreviviente hasta un rebelde comprometido, mientras se gesta la Alianza Rebelde frente al avance implacable del Imperio Galáctico. La serie explora espionaje, sacrificio y conspiración en una galaxia dominada por el miedo y la vigilancia.
Esa base permite que Andor se convierta en la obra más adulta, sólida y políticamente consciente que haya producido Star Wars desde La venganza de los Sith. La serie no busca subrayados ni revelaciones grandilocuentes; confía en una audiencia capaz de leer entre líneas, comprender silencios y aceptar que el heroísmo, muchas veces, es incómodo.
Dos temporadas, una misma tesis

La primera temporada construye contexto. Es deliberadamente pausada porque necesita que el espectador entienda el peso del sistema antes de que este sea desafiado. Aquí se fabrica un rebelde, pero también se revela que la insurgencia no nace épica, sino como una respuesta desesperada ante la injusticia acumulada.
La segunda temporada —sin entrar en spoilers— conecta los focos dispersos de resistencia, profundiza el costo humano y político de cada decisión y lleva a sus personajes a un punto sin retorno. Ambas funcionan como una radiografía completa del nacimiento de una insurgencia, no como una simple precuela funcional.
Uno de los grandes aciertos de Andor es su representación del Imperio. Ya no es una caricatura del mal: es eficiente, burocrático y banal. El autoritarismo se sostiene en papeleo, obediencia y rutina. La violencia no es estética; cada acto genera represalias, endurece leyes y amplía la vigilancia. Andor es una serie de causa y efecto, no de espectáculo.
Todo el peso conceptual de la serie se cristaliza en el discurso de Mon Mothma. No es una arenga heroica, sino una declaración desesperada. Al verbalizar públicamente la opresión, la rebelión deja de ser clandestina y se convierte en un acto político explícito. La escena introduce una idea incómoda: decir la verdad tiene consecuencias, la libertad no nace limpia y la neutralidad también es complicidad.
El arco de Luthen Rael es quizás el mayor riesgo narrativo de la serie. Luthen no es admirable, pero es efectivo. Permite sacrificios atroces para proteger la causa, encarnando una verdad incómoda: las revoluciones no siempre las sostienen los más puros, sino quienes están dispuestos a cargar con la culpa. Andor no lo castiga ni lo redime; confía en que el espectador soporte la ambigüedad.
Nada de esto funcionaría sin las actuaciones de Diego Luna, contenido y preciso como Cassian Andor, y Stellan Skarsgård, extraordinario como Luthen. Ambos sostienen el alma de la serie y elevan el guion de Gilroy a uno de los puntos más altos de toda la franquicia.
El nivel interpretativo se sostiene también en un reparto secundario notable, donde ningún personaje parece accesorio. Adria Arjona compone a Bix Caleen con una mezcla precisa de fortaleza y vulnerabilidad, convirtiéndola en uno de los retratos más dolorosos del costo civil de la represión imperial. Genevieve O’Reilly profundiza a Mon Mothma más allá del ícono, dotándola de contradicciones, miedo y desgaste político.

En la segunda temporada, la irrupción de Orson Krennic, encarnado por Ben Mendelsohn, funciona como el rostro más reconocible del horror imperial: una autoridad obsesionada con la eficiencia, capaz de administrar la tortura y la deshumanización como procedimientos técnicos. Junto a ellos, Denise Gough, Kyle Soller y Andy Serkis refuerzan la idea de que Andor no construye villanos caricaturescos, sino engranajes humanos de un sistema autoritario que resulta aterrador precisamente porque funciona.
A todo lo anterior se suma un apartado técnico impecable, que confirma que Andor no solo piensa mejor Star Wars, sino que también lo luce como corresponde. La serie combina una puesta en escena sobria con un diseño de producción de alto nivel, donde cada locación, vestuario y encuadre refuerza la idea de un Imperio omnipresente y opresivo. El resultado es una obra que, además de estar extraordinariamente bien escrita y estructurada, es visualmente un espectáculo digno del mejor Star Wars, demostrando que la madurez narrativa no está reñida con la ambición estética.
Andor no romantiza el poder, no depende de la nostalgia ni reduce su universo a vínculos forzados. En lugar de preguntar “¿quién es tu padre?”, plantea algo mucho más inquietante: ¿qué estás dispuesto a perder para dejar de obedecer?
Es la mejor serie de Star Wars, una de las grandes obras recientes de la ciencia ficción y fantasía televisiva y la prueba definitiva de que la saga puede crecer con su audiencia sin perder identidad.
Ficha técnica
- Título: Andor
- Creación: Tony Gilroy
- Reparto: Diego Luna, Stellan Skarsgård, Genevieve O’Reilly
- Temporadas: 2
- Episodios: 24
- Plataforma: Disney+
- Año de estreno: 2022